-Dr. Gonzalo Báez-Camargo
El metodismo no fue otra cosa que una de las varias
expresiones el ímpetu de constante renovación espiritual, por encima y por
debajo de formas anquilosadas y vacías, que constituye el genio y la potencia
del cristianismo. Está emparentado con todos los movimientos de reforma
cristiana que han aparecido en el recurso de la historia. Fue, como todos
ellos, un esfuerzo pujante por retornar a las fuentes originales y a la
experiencia auténtica del cristianismo evangélico y apostólico. “El avivamiento
evangélico del siglo XVIII” es la expresión sinónima del metodismo que usan los
historiadores.
Juan Wesley no se propuso fundar una nueva Iglesia o una
nueva denominación. Si la fuerza de las circunstancias históricas obligó al
metodismo a constituirse finalmente en una denominación e Iglesia por separado,
tal cosa sucedió contrariamente a lo deseos y propósitos originales del
reformador. Wesley se consideró siempre a sí mismo como un ministro de la
Iglesia Anglicana, y el nombre que primeramente dio a los grupos metodistas fue
el de “Sociedades” y no el de Iglesias o de Iglesia. No quería separarse de la
Iglesia Anglicana, sino reformarla por dentro.
Cada paso que el Fundador dio en dirección de una
organización por separado, le fue impuesto, en gran parte, por la actitud
intolerante y persecutoria de los jerarcas anglicanos de su época. Como le
negaron el uso de los púlpitos oficiales, se echó a predicar a las calles y los
campos. Como los obispos anglicanos se negaban a ordenar a sus predicadores, él
creó una orden de “predicadores laicos” (los verdaderos propagadores del
metodismo), y solo después de una lucha interna se decidió a ordenar, en
compañía de otros presbíteros del orden anglicano, nuevos ministros. Solo ante
lo que por el momento parecía irremediable, se rindió, no sin dolor, a la
necesidad de romper la unidad del anglicanismo.
En su tratado “El Carácter de un metodista”, (1742),
Wesley escribía: “Es el sencillo y antiguo cristianismo lo que yo predico,
renunciando y detestando todas las otras marcas de distinción. Pero de los
verdaderos cristianos, CUALQUIERA QUE SEA SU DENOMINACIÓN, deseamos
ardientemente no distinguirnos en nada… por cuestión de opiniones y de términos
no destruyamos la obra de Dios. ¿Amas y temes a Dios? ¡Eso es bastante! Te
extiendo la mano derecha del compañerismo”.
Y luego, repudiando el cargo de que quería fundar una
nueva secta, el Primer Metodista llega a decir: “Yo me regocijaría (tan poca
ambición tengo de ser la cabeza de una secta o partido) si el propio nombre
METODISTA no volviera a ser mencionado jamás sino fuera sepultado en eterno
olvido”.
Es claro, pues, que la esencia del metodismo no está en
peculiaridad alguna ni en un prurito de “ser diferente” o de ser algo más y
mejor, “denominacionalmente” hablando, que los demás grupos cristianos. El
metodismo aspiró a ser y fue, ante todo, “un avivamiento evangélico”. Como tal,
halló expresión no solo en las sociedades metodistas, sino en los aviamientos sucesivos
que, por repercusión espiritual, experimentaron las otras denominaciones,
inclusive, a la larga, la propia Iglesia de Inglaterra, algunos de cuyos altos
representantes abrieron, más tarde, con cariño y respeto, a Wesley anciano,
púlpitos que se le habían cerrado.
Avivamiento evangélico. ¿Qué quiere decir esto?
Simplemente un retorno a la experiencia y doctrina de la salvación por la
gracia libre y universal de Dios en Cristo Jesús, y al género de vida y obras
cristianas que proceden de esa experiencia.
Primero la experiencia y luego la doctrina. El metodismo
no surgió de una lucubración teológica ni de una supuesta cruzada
“fundamentalista”. Surgió de una viva experiencia de la gracia regeneradora de
Jesucristo. La teología vino después y no con talante inquisitorial e
intransigente. Pues si, por ejemplo, había en el metodismo una fuerte
inclinación arminiana, también existía en él una rama calvinista de
importancia. Y por sobre algunas controversias inevitables entre ambas
tendencias, estaba, esencialmente, la unidad de una experiencia: la de la
regeneración por la gracia divina: además, el fallo último del propio Wesley:
“En cuanto a todas las opiniones que no lesionan las raíces del cristianismo,
NOSOTROS PENSAMOS Y DEJAMOS PENSAR”. Nada más lejos del verdadero espíritu
metodista que el querer, persona o grupo alguno, erigirse en supremo e
inapelable tribunal de ortodoxia.
“Los fundamentos mismos del movimiento, -dice J.W.
Bready- fueron prácticos y experimentales más que teóricos o metafísicos”. Experiencia
de la gracia regeneradora de Dios en Cristo. He ahí la esencia del metodismo.
Pero ya se ve que no es esencia exclusiva. Todo verdadero cristiano, metodista
por nombre o no, ha de tener esa experiencia. Toda denominación, metodista de
nombre o no, que haga hincapié en esa experiencia, como la substancia del ser
cristiano, y la busque y promueva entre sus miembros, es tan cristiana y
evangélica como el metodismo. Y toda persona o grupo metodista que carezca de
esa experiencia, o que dé más importancia a formas de orden eclesiástico, ritos
o tradiciones que a ella, no tendrá de metodista, sea quien fuere y llámese
como se llame, otra cosa que un nombre sin sentido.
Fragmento (1 de 6) del libro El reto de Juan Wesley a los metodistas de hoy, publicado originalmente en 1953, y vuelto a publicar el 2014 por el Instituto de Estudios Wesleyanos - Latinoamérica.
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