Fue providencial que el clero de la Iglesia Anglicana, a
que Juan Wesley perteneció hasta su muerte, se mostrase hostil al movimiento
metodista. Así nació una de las instituciones más características de esta: EL
MINISTERIO LAICO.
Sabido es que en los planes originales del reformador no
figuraba la creación de una nueva denominación o iglesia parte. Había querido
en un principio que el avivamiento, cuyas oleadas de fuego estaban incendiando
a toda Inglaterra, viniera a constituir una especia de ORDEN LAICO dentro de la
Iglesia oficial. Los primeros núcleos metodistas se llamaron, por esa razón,
simplemente SOCIEDADES. Para ministrarles los sacramentos, la predicación de la
Palabra, y los demás “medios de gracia”, Wesley contaba con que un número
suficiente de ministros ordenados perteneciente al clero anglicano, se unirían
al movimiento.
Pero no fue así. No solo el ministerio anglicano se
abstuvo, en general, de unirse con el metodismo, sino que lanzó contra este una
encarnizada ofensiva desde los púlpitos y los cabildos. Al propio Wesley, no
obstante sus órdenes legítimas, según el anglicanismo, se le cerraron los
templos y los púlpitos. Y sin embargo, a medida que el movimiento crecía, con
la fuerza de un torrente en empinado declive, y se engrosaban las multitudes
ávidas de nutrición espiritual, más agudo se hacía el problema de contar con un
número también creciente de ministros que pudieran eficazmente pastorearlas.
Por algún tiempo, Juan Wesley no pudo hallar la solución.
Educado dentro de los cánones estrictos de la Iglesia Anglicana, se aferraba a
dos normas en cuanto al ministerio: 1ra. Que solo los que hubieran recibido las
órdenes eclesiásticas podían ministrar espiritualmente al pueblo. 2da. Que
únicamente los obispos que estaban dentro de la “sucesión apostólica” podían
conferir órdenes ministeriales válidas. Con este criterio, el reformador se
hallaba en un callejón sin salida; le faltaban cada vez más ministros; los
ministros ordenados que se le unían eran escasísimos; los obispos anglicanos se
negaban a ordenar candidatos metodistas al ministerio. ¿Qué hacer?
Cuando Dios le envió la solución, Wesley no pudo
reconocerla en un principio, y hasta la rechazó escandalizado. Entre los
numerosos convertidos de Bristol, había un artesano casi iletrado, Tomás
Maxfield, a quien, como a otros, el reformador había encomendado leer la Biblia
acompañando algunas explicaciones elementales, a las sociedades, pero con la
advertencia precisa de que no intentara predicar, función –según criterio
aludido- exclusiva de los eclesiásticos.
Pues bien, llevado de su celo, Maxfield se echó a
predicar. Y su predicación estaba henchida de poder. Pero a Wesley le disgustó
aquel atrevimiento: “¡Tomás Maxfield ha resultado predicador!” Fue Susana, la
madre de Juan, quien a esta exclamación respondió con un consejo histórico. No
obstante que ella misma estaba imbuida de las normas anglicanas, su intuición
de mujer de alta espiritualidad, la puso por encima de todo rigorismo
eclesiástico: “Juan –le respondió- tú sabes cuál ha sido mi modo de sentir. No
puedes sospechar que yo esté dispuesta a favorecer, sin más ni más, ninguna
cosa de esa especie. Pero ten cuidado con lo que haces respecto a ese joven,
porque Dios lo ha llamado a predicar tan seguramente como te ha llamado a ti.
Considera cuáles hayan sido los frutos de su predicación y escúchalo
personalmente”. Juan fue a oír al flamante predicador y no pudo menos que
exclamar: “¡Esto es cosa del Señor! Haga El lo que a El bien le pareciere”.
Aquel día de 1742, nació el ministerio laico metodista.
Tras Maxfield, vinieron otros por decenas y luego por centenares. Vencidos sus
escrúpulos, Wesley los comisionaba a predicar. Artesanos, campesinos,
profesionistas, sin abandonar sus medios de sustento, primero fueron formando
las heroicas brigadas de ministros laicos. Por otra parte, Wesley había
organizado las sociedades en CLASES o grupos, cada uno al cuidado de un
director laico que ejercía con respeto a aquel puñado de almas, casi todas las
funciones de un pastor auxiliar. Unos y otros fueron los adalides del
metodismo, a cuyos esfuerzos abnegados y persistentes se debió en gran parte la
rápida difusión del movimiento.
Y así se recuperó un aspecto olvidado y soterrado del
primitivo cristianismo: el de haber sido ante todo y sobre todo un movimiento
laico, dirigido por laicos. Un movimiento sin vallas jerárquicas, sin clero o
casta sacerdotal, sin burocracias eclesiásticas. Un movimiento en que todo
creyente recibía por ministerio del Espíritu Santo, órdenes sagradas de testigo
y anunciador del Evangelio. Un movimiento en que, si bien había, como debe
haber, diversidad de dones y por tanto de ministerios, no se establecían
distinciones llamando a unas “profanas” y a otras “sagradas”, cuando la vida
del creyente se había consagrado a su Señor. Un movimiento, en fin, que tiene
por Cabeza a Quien fue, conforma a la carne, un artesano de provincia y de
quien se dice (Heb 8:4) que “si estuviese sobre la tierra, ni aún sería
sacerdote”. Pues su “sacerdocio inmutable” era un sacerdocio espiritual del
cual El se digna hacer partícipes, y al cual El llama, a todos y cada uno de
los que creen en El y lo siguen.
Así, con su ministerio laico, el metodismo sacó de nuevo
a luz, y encarnó dramáticamente la verdad evangélica de que todas las
vocaciones pueden ser sagradas. Pues no es la índole del oficio o profesión lo
que los constituye en “profanos” o “sagrados”, sino la calidad de vida de quien
los ejerce, la medida de su entrega al servicio (“ministerio” quiere decir
“servicio”) de su Salvador. Y cuando, cualquiera que sea el campo particular de
servicio a que El llama, son de El las órdenes que se reciben, esas órdenes son
indiscutiblemente ÓRDENES SAGRADAS.
Esto, por supuesto, de ningún modo anula la necesidad de
que exista un ministerio más específico, para el desempeño de funciones más
concretas, desde el punto de vista de la organización, gobierno y disciplina
institucionales. Un ministerio cuya señal e investidura es la ceremonia de la
ordenación eclesiástica propiamente dicha, y del cual se espera la dedicación
total de su tiempo a las labores de la predicación, la administración de los
sacramentos y el pastoreo de las almas, y al cual le están vedados los trabajos
y negocios seculares. La Iglesia los aparta para el cumplimiento exclusivo de
esa comisión y para ello provee a su sostén material.
Pero este ministerio específico no constituye clase o
casta por separado. Mucho menos otorga en sí mismo, aparte de la calidad de
vida, fidelidad y consagración personales de quien lo profesa, ninguna
superioridad, privilegio o procedencia en el reino de los cielos. No confiere
más honra que la de Dios otorga a quienes en esa u otra profesión lo honren a
El primero, y de ese modo honren el ministerio, y honrándolo, se honren a sí
mismos. Recibe credenciales que le son necesarias para fines de organización
aquí en la tierra, pero no son esas las credenciales que le servirán de “pase”
cuando haya de comparecerse ante la presencia del Señor. Ya San Pablo lo
definió de una vez por todas: “Y hay repartimiento de MINISTERIOS; mas el mismo
Señor es” y la cuestión de las jerarquías y las categorías, el propio Señor
Jesús la decidió con palabras que no serán revocadas: “Si alguno quiere ser el
primero, sea el postrero de todos y el servidor de todos”.
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